Que Terry Gilliam es un maestro en cuanto al tratamiento de la imagen cinematográfica es un hecho. Famoso por su imaginación, gusto por el detalle, barroquismo y estética incomparable, hace del exceso su virtud. En el caso que nos ocupa, no hay lugar a dudas de que se trata de una película de Terry Gilliam, para bien y para mal. Y es que, estando presentes todas las virtudes de su puesta en escena, tal vez echamos en falta algo que daba equilibrio a sus obras cumbre: un guión que ponga algo de orden y le dé sentido a la apabullante catarata de ideas con la que el director nos asalta a nivel conceptual y sensorial.
En esta historia el punto de partida tiene ciertas similitudes con Brazil, aunque en lugar del individuo luchando contra la burocracia llevada a su máxima expresión tenemos al individuo en las redes del corporativismo atroz, personificado en la figura (casi mítica) conocida como La dirección. En este caso, el protagonista es un hombre infeliz y de carácter ermitaño que vive recluido en una antigua capilla abandonada, saliendo únicamente para acudir a su trabajo resolviendo teoremas y cuya única motivación es esperar eternamente una misteriosa llamada de teléfono que nunca llega. Tras solicitar repetidamente poder trabajar desde casa, por fin recibe el visto bueno de La dirección a cambio de emprender una tarea considerada como imposible y capaz de acabar con la cordura de quien la afronta: resolver el Teorema Cero. Para ayudarle a soportar su extenuante tarea contará con apoyos inesperados como los de una trabajadora del cibersexo, una psiquiatra virtual de lo más inoportuna y el propio hijo de La dirección, con quien establecerá una relación casi paterno-filial.

La historia pronto toma tintes metafísicos al relacionar el Teorema Cero con el principio y el fin del Universo, añadiendo a lo largo de la historia otros grandes temas como la inevitabilidad del propio destino o la posibilidad de forjarlo, la Vida y la Muerte, el poder del individuo, los fundamentos del amor o el concepto de Isla interior. Todo ello mezclado y servido con el barroco y exuberante estilo del director pero demasiado carente de su habitual irreverencia y, salvo agradecidos momentos (sobre todo las intervenciones de la psicóloga interpretada por una divertidísima Tilda Swinton que borda estos papeles estrambóticos), sin apenas entrever la ironía y mala leche que destilan sus mejores trabajos. Una trama farragosa, de ritmo irregular y con demasiadas pretensiones que en ocasiones puede llegar a cansar.
Sin embargo, toda la película está preñada del inigualable poderío visual de su director, capaz de que no terminemos de salir nunca de la narración gracias sus hallazgos estilísticos, su forma de narrar y los innumerables detalles que enriquecen el metraje. Es una pena que no se hayan explorado más las posibilidades de este futuro luminoso y recargado, porque encontramos infinidad de pequeños elementos que nos asombran y/o nos sacan la sonrisa, como la publicidad que persigue insistentemente a los viandantes, la forma de resolver los teoremas como si se tratara de un videojuego, la entrada al mundo virtual de la "amiga" del protagonista, el parque repleto de prohibiciones, las pizzas cantarinas o la Iglesia de Batman redentor. Un torrente de referencias y detalles que, junto a la arrolladora escenografía, suponen un plus para encontrar puntos de disfrute.

También entre los pros, un plantel de actores más que convincentes en sus personajes. Christoph Waltz sigue demostrando ser un todoterreno, además de un fuera de serie, fusionándose por completo con un personaje difícil y con escasos puntos de empatía con el espectador. Arropándolo en papeles secundarios, un plantel de excelentes actores y cameos inesperados, destacando un hiperactivo y verborreico David Thewlis y una hipersensual Mélanie Thierry.
No cabe duda de que la película encontrará su público. Lo que en mi caso me ha dejado más bien frío sin duda puede satisfacer mucho más a quien consiga entrar en la críptica propuesta. De esta forma, los amantes del cine de Terry Gilliam encontrarán razones para disfrutarla, aunque con el riesgo de que les deje una sensación agridulce, de historia con potencial pero excesivamente caótica y vacua. Los detractores del director, por contra, encontrarán razones suficientes para seguir odiándolo.★★★★★
Por Antonio Santos