Apenas quedan 12 horas para el fin del mundo. James, un hombre poco amante de las responsabilidades, se dirige a una fiesta, pero el caos hará que sus planes cambien por completo, especialmente cuando por el camino encuentre a Rose, una niña que busca desesperadamente a su padre.
Estamos ante una nueva evidencia de que el cine de género realizado en nuestras antípodas está
on fire. Tras disfrutar de propuestas recientes tan diversas como
Babadook,
Lo que hacemos en las sombras o
Slow West, la cinta que nos ocupa viene a reafirmar que al otro lado del mundo no están precisamente carentes de ideas, ofreciendo propuestas cuanto menos interesantes. Partiendo, eso sí, de la base de la limitación de medios y afrontándola mediante buenos planteamientos que hagan hincapié en una apuesta formal y conceptual que haga atractiva la propuesta por encima de los efectos especiales. Este es el caso de esta modesta propuesta que viene a narrar la
"Cara B" del fin del mundo. Esto es, mientras visionarios como Michael Bay o Roland Emmerich nos muestran con todo lujo de detalles el fin de la humanidad sin reparar en destrucción en primer plano,
aquí tenemos el punto de vista del hombre de la calle que no tiene acceso a cazas F-18, viajes al espacio o tecnología de última generación (más allá de un smartphone con la batería pidiendo pista). Es decir, el tipo que, como tú y como yo, se va a morir sí o sí cuando llegue el apocalipsis final.
Este es el punto de partida que plantea la película.
Por su situación geográfica, el continente australiano se convierte en el último vestigio de la humanidad en una implacable cuenta atrás de horas mientras espera a que la oleada de fuego que está barriendo el planeta llegue a sus costas. De esta forma el planteamiento es similar a la también muy terrenal y pre-apocalíptica
"Tres días". ¿Cómo se toma una persona de la calle la llegada del fin del mundo? Básicamente las opciones pueden reducirse a cuatro: esconderse debajo de una piedra rezando para que se produzca un milagro, recogerse junto con los seres queridos exprimiendo los últimos momentos compartidos, acabar con todo de una forma limpia antes de que llegue la muerte
"a la barbacoa" o darse un festín de placer desenfrenado para despedirse de la vida por todo lo alto.
Esta última opción admite, por tanto, un abanico de divisiones en función de las filias de los interesados, desde una orgía desenfrenada donde se dé rienda suelta a un festival de sexo, drogas y rock&roll bien regado con alcohol destilado de todas clases y colores hasta quitarse la piel de cordero y liberar al lobo que algunos de nuestros convecinos llevan escondido dentro, dando pábulo a los más bajos y abyectos instintos. Total, nada hay ya que perder.
En este clima de desesperación y despedida se encuentra el protagonista, un rudo chulete con poco seso y muchos números rojos en su balance vital que abandona a su amante para pasar sus últimas horas en una de estas mega-fiestas y emprender el camino al otro barrio dándolo todo. Sin embargo, estos planes se acaban torciendo al cruzarse en su camino una niña en busca de su padre perdido.
Una carga inicial que acabará convirtiéndose en la última esperanza de redención en un mundo que se va al cuerno, y no sólo metafóricamente. De esta forma, dará comienzo un camino tanto físico como conceptual al hogar, atravesando el fantasmal y desgarrador espacio que separa a este Ulises preapocalíptico de su Ítaca particular.
Un camino al auto-conocimiento en el que la pequeña Rose ejercerá catalizador para que el rudo James sea capaz de encontrarse a sí mismo tras muchos años optando por la vía fácil (y cobarde) de encarar la vida.
En esencia, estamos ante una emotiva propuesta que tiene su principal atractivo en sacar partido de su sencillez y, a la vez, originalidad a la hora de tratar un tema tan manido.
El Apocalipsis está siempre presente, aunque su función no es otra que hacer avanzar a los personajes y permitirnos ahondar en unos protagonistas cercanos y firmemente asentados en la realidad, sacando mucho partido de ese ambiente de cuenta atrás remarcado por tristes descubrimientos y por el locutor de radio que decide morir con las botas puestas ejerciendo de narrador del fin del mundo. Un recurso de lo más efectivo que enriquece una narración bien construida y unos personajes muy bien definidos, sobre todo el protagonista a quien vamos viendo evolucionar de forma natural; un ser falible y perdido que paso a paso, etapa a etapa, y gracias a la inocente verdad de su accidental Pepito Grillo encuentra la fuerza para perdonarse y abandonar su ruda coraza, liberándose del temor a mostrar su vulnerabilidad interior en la carrera final hacia un destino que puede llegar demasiado tarde.
Y es que tal vez lo importante de la vida radique en los pequeños detalles, en ser capaz de compartir un momento de paz con la persona adecuada contemplando en silencio una puesta de sol... aunque sea la última. ★★★
★★