Tras sorprendernos con uno de esos
remakes que superan al original como fue
Somos lo que somos, esta nueva propuesta viene a consolidar a Jim Mickle como un director con personalidad que hace de la cadencia contenida y las atmósferas enrarecidas su bandera. En este caso,
cambia el horror costumbrista por un thriller atípico, maduro, exento de efectismos construido sobre los cimientos de unos personajes definidos con tiralíneas y en cuyo sosegado metraje encuentra espacio para lo imprevisible.
La historia nos pone en la piel de Russel, un padre de familia ejemplar de vida monótona y acomodada que de pronto ve cómo todo su mundo se tambalea en un sólo instante.
La irrupción de un ladrón en su casa con nocturnidad y alevosía acabará con Russel disparándole y acabando con su vida (sin mucho convencimiento), convirtiéndose a su pesar en el héroe del pueblo. Sin embargo, no todos estarán conformes con la muerte del ladrón, empezando por el padre del muchacho, que de pronto aparece para hacerle la vida imposible al asesino de su hijo.
Un acoso y derribo (más psicológico que físico) que acabará teniendo ramificaciones inesperadas y derivando por territorios que alejan la película de forma sorprendente de su premisa inicial.
De esta forma, estamos ante una propuesta profundamente
"sureña".
Pese a ser un thriller apenas encontraremos tensión o frenesí, y sin embargo consigue que la trama nos atrape y despierte nuestro interés para ver cómo termina todo y cómo afecta al protagonista. Tanto los personajes como las situaciones se toman su tiempo, podemos casi sentir cómo el calor texano se pega a nuestra piel, saborear el silencio de una noche estrellada o el atardecer compartido en un porche donde cada palabra que se pronuncia parece pesar.
Mickle saca partido de este entorno con un ritmo cadencioso que sin embargo no se hace pesado, a lo que sin duda ayuda que la trama va discurriendo por terrenos inesperados que llevan al espectador de sorpresa en sorpresa de forma muy natural. Sin embargo, esta evolución hacia territorios imprevisibles junto a determinados detalles cercanos al humor soterradísimo puede hacer que el espectador no entre en la propuesta, cosa que no pasó en mi caso.
Otra de las virtudes de la película es su capacidad para dotar de fondo a sus personajes, excelentemente interpretados por su tripleta protagonista en unos papeles que les vienen como anillo al dedo. Sam Shepard sobresale como siempre dotando de verdad y rudeza a ese padre desapegado, de moral laxa aunque con un inquebrantable sentido del honor. Don Johnson está muy divertido y travieso interpretando a un detective privado caradura, magnético y leal. Aunque quien rompe con su (presunta) etiqueta como actor de televisión en Michael C. Hall, que una vez más hace gala de un buen abanico de recursos y huye del encasillamiento.
Carga sobre sus hombros el peso de la función y está fantástico como ese petimetre don nadie que podríamos ser cualquiera de nosotros y cuyo carácter y deseo de salir de una vida gris va evolucionando de forma palpable a lo largo del metraje. Esperemos verlo más en la pantalla grande.
De cualquier forma, si algo se puede achacar a esta película es que es demasiado larga. Pese a sus puntos fuertes mencionados anteriormente,
el contar con un ritmo tan sosegado puede jugar en su contra. Probablemente hubiera agradecido condensar la trama en un metraje menos extenso para ganar algo más de garra. En cualquier caso, se trata de un producto muy recomendable para los amantes del thriller más rural y heterodoxo, contando tanto con momentos absurdamente sureños (el videoclub) como otros dotados de genuina tensión ejemplificados en el excelente clímax final.
Sin duda, una película de lo más madura y disfrutable que consolida a su director como alguien a seguir. ★★★
★★1/2