La semana pasada no pude reprimir la necesidad de revisar un film que, pese a ser una refutación de lo que esta sección pretende ser, merecía un espacio paralelo, dedicado única y exclusivamente a su adulación y análisis; es comprensible que haya provocado cierto recelo hacia aquellos lectores que esperaban algo más freak, inesperado y, ante todo, descatalogado.
No fue así, de hecho, me alejé bastante de esas premoniciones, adopté una posición aparentemente inofensiva y me limité a reseñar lo meritoriamente alabada que está en la actualidad
Calamari Union (id.
Calamari Union, 1985). Acertadamente o no, esta semana tomaremos al pie de la letra la síntesis de lo que esta sección pretende ser. Así pues, volaremos de un referente literario a otro, de un escritor francés afincado en París a un escritor estadounidense que transitó las calles de París:
Henry Miller.
¿De qué va?
Joey y Carl viven en París, sueñan con convertirse en escritores aunque dedican la mayor parte de su tiempo al sexo.
Impresiones
Cobra especial importancia el estilo sucio de escritura de
Miller, pero lo más sorprendente de esta película es la valentía con la que
Thorsen decide enfrentarse a la trascendencia del contexto histórico dotándolo de temporalidad limitada, prolija, fácilmente identificable y sorprendentemente compatible pese a su alternancia y, por momentos, fusión. Es una obra inusual, bipartita, una creación literaria y cinematográfica a la vez, una perfecta representación de las generaciones que transitaban en el momento de creación de cada una de las partes.
Por un lado, la supremacía ideológica nazi frente a la concepción crítica, rebelde y pacífica de los años veinte. El racismo frente a la cultura sexual; las barreras ideológicas frente a las drogas; la depresiva mirada de los años veinte frente a la nueva mentalidad de los sesenta y setenta; la visita a Luxemburgo y al prostíbulo parisino frente a la escena sexual del inicio; el sexo, la gonorrea, la sífilis.

Aparecen propuestas técnicas de estética renovadora, probablemente fomentadas por la influencia de la Ola Negra yugoslava y del cine underground estadounidense de los sesenta. Fomenta una atmósfera opresiva, descontrolada, irregular, informal; dedica especial atención a las escenas sexuales, de hecho, al inicio de la obra opta por posicionarse a favor de sus protagonistas, restando duración, dedicación y protagonismo a las escenas de diálogo. Se aleja, se concentra en el softcore. Prevalece un montaje sonoro no sincrónico, con un narrador que transita entre la primera y la segunda persona, desde la crónica hacia la meditación.
La música se convierte en un elemento narrativo de índole introspectiva y cínica.
Jens Jørgen Thorsen juega con los músicos que dispone, los emplea con astucia, solo Ben Webster sale en persona. Solo él podía dotar a un prostíbulo parisino de la atmósfera que el contexto representado por la novela requería, y solo el uso de Country Joe McDonal le permite dar el salto a la cultura hippie.
Cinco días en Clichy (id.
Stille dage i Clichy, 1970) se ha perdido en el transcurrir de los años, como también lo hicieron las obras de
Christopher MacLaine o
Stephen Dwoskin; portadora de una intrascendencia inmerecida e indefectiblemente alterable.
Por Manuel Rodriguez Álvarez
Amante del séptimo arte y en especial de la ciencia ficción. Fan incondicional de Stanley Kubrick y Terrence Malick, pero con todo y con eso, soy capaz de disfrutar en colorines de cintas de dudosa reputación. Cantante en mis tiempos libres y apasionado del mundo del cómic. Eso si, siempre con una birra cerca.