"Más tarde, mientras estaba sentado en el balcón, comiéndose el perro, el doctor Robert Laing recordó otra vez los hechos insólitos que habían ocurrido en este enorme edificio de apartamentos en los últimos tres meses". De esta forma tan fascinante comienza uno de los más sugerentes hitos de la literatura de ciencia-ficción (subgénero
"distopías") del siglo XX, la novela
"Rascacielos" del siempre recomendable J.G. Ballard;
con la misma poderosísima imagen comienza la adaptación a la gran pantalla de este clásico moderno del género. Un inicio tan estimulante como visualmente brutal que ya anticipa en forma de flashforward la espiral de locura y depravación en la que estamos destinados a caer. Quien conozca el material de partida ya sabe que su mente va a navegar por caminos tortuosos y nada complacientes. La fortaleza del texto hace que su mensaje se conserve tan vigente (si no más) como hace 40 años. Un camino paralelo al que sin duda consigue su traslación al lenguaje cinematográfico.
Con un pie anclado en una poderosa estética setentera, el otro se sumerge en las maleables arenas del tiempo consiguiendo dar al conjunto un aura atemporal que le permitirán conservar su vigor más allá de las épocas. El sujeto de la oración siempre estará formado por el Hombre y la Sociedad, dos conceptos tan imperecederos como, por desgracia, inevitablemente abocados al desastre y la corrupción.
¿Quién sino un suicida o un loco sería capaz de emprender la infausta tarea de adaptar una obra eminentemente inadaptable? En este caso, posiblemente una mezcla de ambos. Ben Wheatley puede ser muchas cosas, amado y odiado por igual, acusado de esteta vacuo por unos y de críptico pretencioso por otros, pero
de lo que no cabe duda es de que en su breve filmografía ha adoptado un estilo propio que lo ha ido alejando progresivamente del mainstream y cada vez ha optado más por propuestas que estimulen las sensaciones y nos dejen un poso más allá de las peculiaridades de la historia. En este caso, adaptando el material de partida tan fielmente en espíritu como libre en su forma. Esto es, quien conozca mínimamente al director (y su habitual guionista Amy Jump) y espere encontrarse ante una narrativa lineal y convencional que recoja los bártulos y se vaya al
rincón de pensar. Poco de eso encontraremos aquí.
Más al contrario lo que tenemos es un espectáculo cuyo mayor objetivo es provocar la incomodidad constante del espectador (y a fe mía que lo consigue), enfrentándolo a una creciente ola de degradación física y moral, vileza, desesperación y desconcierto bien cargada de flema británica y chispazos de humor tan bizarro como negrísimo; la constatación de la descomposición de una sociedad corrompida hasta los cimientos e imposible de salvar a no ser mediante la aplicación del inevitable (e irónicamente auto-infligido) fuego purificador. Aunque, irónicamente, conservando un rincón para la esperanza.
Inevitablemente, la historia nos puede recordar en cierto modo a otra brillante propuesta reciente:
Snowpiercer, sólo que en un desarrollo vertical en lugar de horizontal. Nada más lejos de la realidad.
Esta película es mucho más críptica, desaforadamente excesiva, arriesgada formal y conceptualmente, enferma y kamikaze. Una bomba lisérgica cargada de tanta ironía como conocimiento de la cruda realidad. Un artificio intrincado que cuenta para su causa con
un envidiable elenco de actores entregadísimos dando cuerpo y alma a un grupo de personajes abyectos con los que es totalmente imposible empatizar. Destacan en el plantel Tom Hiddleston como eje de la narración, brillante como yuppie con ínfulas que se ve irremediablemente arrastrado por la vorágine que se desata a su alrededor, así como una siempre estimulante Sienna Miller que va pasando del atractivo magnético al patetismo. Cabe destacar también a los dos personajes conceptualmente más abstractos, en consonancia con su nombre: el primario e irreflexivo Wilder (brutal Luke Evans) y
el soberano Royal (Jeremy Irons), padre del rescacielos y ejerciendo el papel de demiurgo que mira con misericordiosa altivez a los pobres mortales que pululan a sus pies, preservando una falsa sensación de control.
Tampoco hay que olvidar a
ese edificio que cobra vida y se convierte en un personaje más de la narración, sujeto a un proceso de progresivo desmoronamiento paralelo al derrumbe moral y rendición a los más bajos instintos de sus habitantes, convirtiéndose en la cámara que registra la descomposición de la civilización que alberga. El resultado de dotar al conjunto de esa sensación es mérito también de una ambientación y un diseño de producción impecables,
proyectando ese edificio como un micromundo tan fascinante como asfixiante, del que es imposible escapar, donde contrasta la podredumbre y demencia generalizada con imágenes puntuales de enorme belleza.
Mérito que también comparte la banda sonora obra del genial Clint Mansell, que nos mete de lleno en este descenso a los infiernos partiendo de una obertura bella y enérgica en consonancia con el poderoso rascacielos y que va desarrollando su temario a medida que la narración va transcurriendo mutando progresiva y sutilmente de lo bucólico y brillante (
"The world beyond de high-rise") a lo enfermo y anárquico (
"A Royal flying school") transportando al espectador consigo en el viaje. Una composición excelente.
En definitiva, estamos ante un exponente de lo que podríamos considerar como
películas-pregunta. Es decir, propuestas que nos lanzan a la cara preguntas y conceptos pero sin ningún interés por ofrecer respuesta alguna. Más bien, provocando respuestas emocionales y logrando que nos interroguemos sobre lo que hemos visto y le demos más de una vuelta a nuestra materia gris.
Una película muy difícil, casi ingrata, de esas que ponen el cerebro en riesgo de ebullición pero indudablemente una de las propuestas más valientes, excesivas, arrogantes, incómodas, alucinógenas y, por todo ello, necesarias de la temporada. No es para todos los públicos, pero quien sea capaz de entrar en su juego insano se verá ampliamente recompensado.
★★★
★★